Por Bruno Cortés
En tiempos donde se habla tanto de libertad, democracia y derechos humanos, lo que está pasando en California parece una mala broma. Con el pretexto de frenar la migración, el gobierno de Estados Unidos ha desatado lo que a todas luces parece una cacería de personas, disfrazada de política migratoria. Y lo más grave: está ocurriendo sin orden judicial, sin proceso legal y sin respeto por la dignidad humana.
Durante décadas, millones de personas migrantes han cruzado la frontera norte con la esperanza de encontrar trabajo, seguridad y una vida mejor. Muchos llevan años viviendo en Estados Unidos, trabajando, pagando impuestos y siendo parte activa de la economía estadounidense. Pero lejos de recibir un trato justo, han sido ignorados sistemáticamente por un sistema migratorio que no ha hecho una sola amnistía migratoria seria en más de 30 años. El único intento de ordenamiento, el programa CBP One, fue cancelado por el expresidente Trump al inicio de su gestión, dejando a más de tres millones de personas sin posibilidad alguna de regularizarse.
Hoy, esas mismas personas enfrentan redadas sin aviso, detenciones arbitrarias y amenazas de deportación masiva. Y lo peor es que estas acciones no están sustentadas en ningún mandato legal. Es decir, son redadas al margen de la ley, muchas veces violentas, llevadas a cabo por agentes del ICE que actúan como si estuvieran en guerra.
Esto ha provocado una ola de indignación en varias ciudades estadounidenses, especialmente en California y Los Ángeles, donde la sociedad civil está saliendo a las calles para apoyar a las y los migrantes. Pero en lugar de abrir canales de diálogo, el gobierno estadounidense ha respondido enviando a la Guardia Nacional e incluso amenaza con desplegar al ejército. La narrativa oficial habla de “disturbios”, pero lo que hay es una resistencia pacífica ante la represión.
Desde México, diversos actores políticos han alzado la voz. No sólo por la preocupación que genera ver cómo el país que se autodenomina defensor de los derechos humanos actúa con brutalidad contra personas vulnerables, sino también porque muchas de las víctimas son compatriotas nuestros. Hombres, mujeres y familias enteras que se han ganado la vida con esfuerzo, y que hoy están siendo perseguidos como si fueran criminales.
El llamado que se hace desde el Congreso Mexicano y desde distintas voces sociales es claro: rechazo absoluto a las violaciones de derechos humanos cometidas bajo el disfraz de una política migratoria. Se exige que se respete la legalidad, que se recupere el diálogo y que se deje de tratar a los migrantes como enemigos del Estado.
Porque si Estados Unidos realmente quiere honrar su historia y sus principios fundacionales, no puede seguir ignorando que la mayoría de su población —desde sus orígenes— está compuesta por migrantes o descendientes de ellos. No se puede hablar de libertad y al mismo tiempo encarcelar a quien busca un futuro mejor.
Hoy más que nunca, la política migratoria necesita humanidad, no soldados. Necesita soluciones, no persecuciones. Y sobre todo, necesita recordar lo que dice su propia Declaración de Independencia: que todos los seres humanos tienen derechos inalienables, y que entre ellos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. ¿O es que esos derechos solo aplican para algunos?
Mientras tanto, México no se queda callado. Y la exigencia es firme: basta de abusos, basta de represión, y que se garantice el respeto a las personas migrantes que, lejos de ser una amenaza, son una parte fundamental de lo que Estados Unidos es hoy.
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