Un perro con suéter hecho a medida, comiendo croquetas premium en un plato personalizado y recibiendo un pastel especial en su cumpleaños ya no es una escena excéntrica, sino una imagen cotidiana en muchos hogares del mundo. Esta tendencia no solo refleja una evolución en la forma en que tratamos a nuestras mascotas, sino también una transformación más amplia: la de los perros como miembros centrales de nuevas formas de familia, a menudo en contextos donde los niños están ausentes.
En países como Estados Unidos, Alemania, Canadá, Australia y gran parte de Europa, entre un tercio y la mitad de los hogares conviven con al menos un perro. En Alemania, por ejemplo, mientras la natalidad desciende, el número de hogares con perros sigue en aumento. Este fenómeno ha llevado a investigadores a plantearse una pregunta que, aunque pueda sonar provocadora, tiene bases sólidas: ¿estamos reemplazando a los hijos con perros?
Un estudio publicado en la revista European Psychologist por investigadoras húngaras sugiere que, en contextos donde los adultos tienen cada vez menos contacto cotidiano con niños, los perros están llenando vacíos emocionales que antes eran ocupados por los lazos familiares tradicionales. Esta «humanización» de las mascotas no es simple capricho: responde a cambios sociales profundos, al envejecimiento de la población y a una creciente sensación de soledad.
Los perros, argumentan las investigadoras Laura Gillet y Enikő Kubinyi, han demostrado ser particularmente eficaces para ocupar este lugar emocional debido a las similitudes funcionales que tienen con los bebés humanos. Son dependientes toda su vida, generan fuertes vínculos de apego con sus cuidadores y poseen rasgos físicos (como ojos grandes y comportamiento juguetón) que activan en nosotros respuestas de cuidado biológicamente arraigadas. De hecho, el compromiso que muchos dueños muestran hacia sus perros se asemeja al de una “maternidad intensiva”, invirtiendo grandes recursos, tiempo y atención en su bienestar.
No obstante, este fenómeno no implica necesariamente que los perros sean vistos como sustitutos directos de los hijos. Muchas personas los eligen precisamente por no ser niños, por representar un tipo de vínculo distinto, emocionalmente gratificante pero más manejable ante las crecientes presiones económicas, laborales y sociales. En países como Estados Unidos, el costo de criar a un niño ha aumentado casi un 36 % en solo dos años, lo que lleva a muchos adultos jóvenes a optar por una mascota como forma de canalizar su instinto de cuidado sin asumir el mismo nivel de compromiso.
El mercado ha seguido esta tendencia: en Alemania, el mercado de productos para mascotas alcanzó los 7.000 millones de euros en 2024, evidenciando la fuerza económica del vínculo humano-canino. Sin embargo, esta nueva forma de relación no está exenta de contradicciones. Aunque muchas personas ven a sus perros como miembros de la familia, experimentos mentales muestran que, en situaciones límite, la vida humana —y especialmente la infantil— sigue siendo prioritaria. Además, los altos índices de abandono de perros (tres millones anuales en refugios solo en EE. UU.) revelan que el compromiso hacia los animales no siempre es tan sólido como el que se establece con los hijos humanos.
El fenómeno también tiene un fuerte componente cultural. En Estados Unidos, por ejemplo, es común que los dueños se refieran a sí mismos como “mamá” o “papá” de sus mascotas en círculos íntimos, aunque cambien el lenguaje en entornos más formales. En otras culturas, sin embargo, esta humanización del perro es vista con mayor distancia, lo que sugiere que esta forma de relación no es universal, sino más bien una respuesta específica a dinámicas socioculturales y económicas particulares del mundo industrializado.
Así, más que una simple moda, el auge de los “perros como hijos” refleja una reorganización afectiva de la vida moderna, donde el cariño, el cuidado y el sentido de familia se adaptan a las nuevas realidades del siglo XXI.
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